sábado, 24 de enero de 2015

Del humano (Prólogo)

       El azar jugó con su vida como si las consecuencias no existieran. Lo vio nacer en una caverna y permitió que fuera esta su única madre. Solo le dio a conocer la convicción de su propia conciencia, y le dejó mamar la crianza de un limitado número de paredes que no hicieron más que darle a probar de su encierro. Aún siendo un niño su soledad destilaba vejez; Aún sin conocerlas, las palabras bailaban bajo su piel, latiendo en un aullido desesperado por escapar. En el infinito de la oscuridad no conoció el color de su cárcel, ni el de su tímidas manos, ni el de sus inútiles ojos. El renegrido aire que lo rodeaba abrazó su quietud por las eras previas a estas tintas, y solo el vaivén de su realidad empujada por los pulmones de su huésped conoce cuánto de esto fue antes que el sádico bufón que llamamos destino desplegara en la caverna su próxima carta.
       Sin previo aviso fue consciente de su cuerpo. El terror invadió su garganta, revelándole su existencia; Sus pupilas conocieron aire por primera vez desde el eterno sueño que las mantenía bajo el encanto de su conformismo pestilente. Cada centímetro de su existencia estaba siendo descubierto con fugaces espasmos de pánico y agrado. Volvió a optar por la quietud, solo para comprobar la existencia del movimiento. Abrumado por la nueva realidad que se le presentaba comenzó a tantear su alrededor con sus dedos. Conoció su hogar, saboreando cada piedra con la palma de sus manos y cada porción de los vírgenes muros que lo rodeaban sintió el calor de la vida. En pocos años la penumbra se había convertido en su refugio, permitiéndole deambular por ella sin trastabillar. Nuevamente la ilusión de estabilidad había tomado el control sobre su Tiempo. Gravemente ofendida, la arbitrariedad que lo había perseguido a lo largo de su vivir no soportó callada el atrevimiento de su marioneta.
       Sus manos sintieron un elemento completamente ajeno a su pragmatismo. Y luego otro lo sorprendió, y uno nuevo. El fino polvo que degustaban sus yemas no era el mismo que ya habían conocido. Cada partícula de esta nueva sensación respiraba en las manos de su nuevo dueño. Cegados por el instinto, los manchados dedos corrieron a la pared más cercana. Cada textura era un nuevo pincelazo en el irregular lienzo que se erguía antes su inexperto artista. Aún sin verlo que pintaba, sentía el calor vivo de su pecho guiándolo en su tarea. El cruel destino, que había atentado directamente a la cordura de su marioneta induciéndolo a la vorágine del arte, no logró actuar a tiempo.
       La muerte lo encontró no antes de dar su última pincelada.
       Los milenios danzaron por la existencia antes que la suerte que había osado jugar con aquél que la venció quiso probar su poder en mi alma. Si bien mi misantropía me ha confinado a mis libros y a mi tinta, mi propio ímpetu me obligó a no rechazar aquella expedición a los Alpes Franceses, aunque tuviera que soportar el viaje y la compañía. Era el sexto día de nuestra travesía cuando mi pie derecho se ancló al gélido suelo para no abandonarlo. Mis compañeros trataron de usar sus fuerzas para liberarme, sin conseguir otro fruto que un nuevo cansancio sumado al que venían arrastrando desde la base de la montaña. Optaron entonces por desmantelar el suelo que me retenía. Tres picos se alzaron y cayeron en tierra al tiempo que esta se dejaba quebrar, dejándonos caer en una cueva poco profunda. Treinta dedos se dedicaban a limpiar la nieve en los ropajes de sus dueños; Los míos no podrían jamás estar más quietos. Tres lenguas utilizaban sus adjetivos y exclamaciones, en su mayoría pronunciadas hacia mi progenitora; Si los músculos de la mía hubiesen querido permanecer aún más callados deberían haber vuelto atrás palabras que ya habían sido. Mis ojos no podían creer lo que atestiguaban: Frente a ellos se encontraba, en todo su esplendor, la esencia misma del ser humano. Ni más ni menos que la realidad del hombre, plasmada cuidadosamente en cada una de las paredes que me apresaban tal y como habían hecho alguna vez con el atrista que hoy me dejaba boquiabierto.
       Si algo tengo certeza es que mi pincel no corre tan ligera y nítidamente como mi pluma. No podré de ninguna manera recrear las maravillas que se encontraban en mi haber, pero intentaré a continuación impregnar en estas páginas la naturaleza divina del aura que refulgía en ese lugar.

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