lunes, 28 de julio de 2014

Cualquier otro siete, Cualquier otro año

Ambos despertaron con el sol. Ninguna de sus dos almas podía resistirse al calor de un nuevo día; Tal vez, porque entendieron la importancia de salir a probarlo.
Sólo ellos podían conocer lo que harían. Sólo ellos eran dueños de su plan.
Y así pusieron nuevamente sus pies en la tierra, y se vistieron despacio, como quien advierte un final, o un principio; O tal vez ambos. Ninguno de los dos había despertado solo, ni tampoco se acompañaba a sí mismo al desayunar. No sabían vivir en soledad, quizá por inexperiencia o temor, a costa de su necesidad de afecto casi reconfortante. Solo sabían vivir con esa persona a su lado. Y es que se necesita un compañero para cargar semejantes armas y comprender su poder: Sólo un agente de lo tercero puede vivir para comunicarle al victimario lo que su poder es capaz de alcanzar.
Sus uniformes brillaron ante la luz del sol, radiantes de colores con nombres de padres y madres, de hijos y enemigos, y de ellos mismos viéndose al pasar frente al vidrio de un auto. Pero también revoloteaban en uno campantes las sombras de un dolor crónico y punzante; Y en el otro se podía escuchar el canto de un sueño que sonaba a libertad. Y aún así, solo ellos adivinaban cuáles serían sus porvenires.
Las dos y cuarto bailaron en el reloj, y luego las tres, y más tarde las cinco. Faltaba poco para que sus ojos se cruzaran por primera vez, y hasta me animaría a decir que por última. El sol se apuraba a entrometerse en los bombardeados edificios de Gaza, casi sin advertir que un suceso mucho más importante eclipsaría su hermosa despedida. Las siete se asomaban por el borde de un despertador en una casa cercana a las dos miradas que acababan de cruzarse.
Todo pasó demasiado rápido: Cada uno sólo tuvo tiempo de admirar el arma ajena para sentenciar su propio final. Los ojos de ambos rondaban al otro en busca de una ayuda divina, sin saber que la divinidad no tenía nada que ver en sus disputas. Solo un minuto los separaba de sus destinos, o de su destino conjunto, que auguraba no pasar impune, sea cual fuera el vencedor de aquél duelo de miradas.
Ya era hora. Alguno debía actuar, o aquel forastero terminaría llevándose esta batalla.
Y entonces Maryam le entregó la flor que llevaba al oficial israelí. Le entregó su paz.
Ojalá eso hubiera sido suficiente.

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