jueves, 28 de febrero de 2013

Simplemente tú


No me agrada demasiado
cómo dices las verdades
pero odio tus mentiras
en todas sus variedades.
No soporto tus dos risas
(la quisquillosa y la estridente);
Pero amo tu sonrisa,
cual pequeños diamantes tus dientes.
Siento un profundo rechazo
hacia tu forma de hablar.
A tu voz que extrañamente
los tonos deja escapar.
Pero si algo he de admirar
en una de mis poesías
es tu manera de hablar,
que desborda alegría.
Y no me creo superior,
jamás me creí perfecto.
Siempre tengo algún error,
nunca falta algún defecto.
Y no es que quiera cambiarte.
Que lo quiera algún día no esperes.
Yo solo pretendo amarte,
amarte por lo que eres.

El próximo turno


Los cinco viejos estaban sentados en la sala de espera, aguardando su turno. Por la puerta entró un joven, no mayor de 25 años, bastante alto, con el pelo tan negro como su ropa, manchada de la cintura en adelante. Los ancianos no voltearon a verlo. El muchacho se sentó silenciosamente en una silla apartada. Hubo silencio.
       - Fue un tiro.
       Los cinco giraron  sus cabezas, atónitos. Había pasado demasiado tiempo desde que escucharon una voz diferente a la secretaria, que de vez en cuando soltaba el nombre del próximo paciente. La voz del joven era grave para su corta edad, y hablaba con una seguridad que podría parecer excesiva.
       - ¿Cómo? –preguntó uno de los ancianos.
       - Que creo que fue un tiro.
       - Si hubiese sido un tiro usted no estaría aquí.
       El chico quedó pensativo un momento, y luego se explicó:
       - Es que no fue un simple tiro, fue ese tiro. En realidad, toda mi vida se basó en disparos. Mi padre, policía. Mi madre, ex esposa de un mafioso. A los 17 años, tuve una gran discusión con él. Con mi padre, quiero decir. Me fui de casa. Estaba solo, el dinero se me estaba acabando… y  tuve que ir con Mauricio. En cuanto le dije que era hijo de Luisa, me aceptó sin rodeos. Así empezó todo. Anduve seis años de mi vida girando por Buenos Aires, entre la muerte de otros y la mía. Tuve que aprender a vivir en un mundo turbulento, lleno de peligros y decepciones. Cada noche, al volver a casa, a veces incluso en la madrugada, me miraba al espejo, y ya no veía a Luis Medicci, el joven de 24 años con sueños de convertirse en escritor. Veía a un hombre desconocido, un hombre destrozado por sus decisiones, un hombre abatido por la simple idea de haber deshecho familias, destruido negocios, haber canjeado la muerte de otros por darle un día de retraso a la suya.
       - Disculpe, ¿Usted mencionó que quería ser escritor? –volvió a interrumpir el mismo anciano.
       La interrupción sacó al joven de su trance. Los antes frívolos residentes de la aún más fría sala de espera ya no se encontraban lejos del muchacho. Todos se habían acercado a escuchar la perfecta narrativa de Luis.
       - Si, quería –dijo el joven con resignación.
       - ¿Y por qué no lo fue? Su manera de narrar supera las expectativas que da a entender su edad.
       - Mi padre siempre dijo que no servía para nada, pero menos aún para escribir algo. Luego, cuando entré en mi turbia vida no podía hacer algo tan mediático como un libro. Tuve que desaparecer.
       - Y ESE disparo ¿Cuál fue?
       - Ese tiro, fue fatal. Una noche el teléfono sonó en mi casa. Era Mauricio, quería que me encargue de un molesto que se negaba a colaborar. Me advirtió que tuviera cuidado, que siempre andaba armado y que no dudaba en matar a un punga. Fui al lugar señalado y lo esperé en mi auto para no empaparme con la lluvia. Lo vi salir por la puerta trasera con una niña. Lo seguí una cuadra, no quería que nadie escuche algo y sospeche. El cuerpo cayó con la bala en la nuca salpicando sangra y agua, pero no hizo ruido. La niña no gritó, simplemente se arrodilló al lado de su padre, como si esperara que se levantase. Un rayo iluminó el oscuro velo de la noche. Pude ver perfectamente el uniforme de policía en el hombre. Una sonrisa se dibujó en mi rostro. Nunca había matado a un policía, y quería ver mi trofeo. Giré el cuerpo con el pié hasta que quedó totalmente boca arriba. Mi sonrisa desapareció. Mi padre, yaciente en un charco de sangre, aún se reía del chiste que había contado mi hermanita. Su eterna sonrisa, más eterna que nunca. La niña debe haber entendido por mi rosto que nuestro padre no se levantaría de nuevo, porque comenzó a llorar al mirarme a los ojos. Como si una alarma se hubiese disparado, comencé a correr al ver a la pequeña llorando. Durante meses no pude pensar en otra cosa que el rostro de esa nena, las lágrimas que se confundían con las gotas de lluvia corriendo por sus mejillas, sus ojos azules desbordando desesperación, su inocencia robada por su propio hermano. Fueron meses en los cuales no paré de llorar. Por primera vez había visto lo que mi oficio significaba, la tristeza, la destrucción y la miseria que a tantos produje. Y lo que es peor, no solo lo vi, lo viví. Y simplemente no pude resistirlo.
       - Y así llegaste aquí –anunció el anciano con aire de entendimiento.
       - Así es, y no me arrepiento de haber venido.
       - Luis Medicci, es su turno.
       La voz de la secretaria no correspondía a la idea que el muchacho había imaginado. Sin embargo, la encontró más concordante con el trabajo que tenía a su cargo.
       - Bien, es mi turno
       El joven se levantó y se acercó al mostrador.
       - Disculpe, ¿Le puedo hacer una pregunta?
       La secretaria simplemente levantó los ojos y respondió fastidiada:
       - Por supuesto.
       - ¿Me podría decir cómo fue que morí?
       - Hmm… -buscó con desgano en una libreta-, aquí está: Lo encontraron en su cuarto con una sobredosis de cocaína.
       - ¿No se había suicidado con un arma? –preguntó alguien a sus espaldas.
       - No. El disparo en la nuca de mi padre fue lo que me incitó a hacerlo, pero no fue el causante de mi paso por aquí.
       El joven atravesó la puerta irradiante de luz mientras los ancianos lo miraban sorprendidos por la vida que acababan de escuchar. Luego, volvieron a la posición en la que se encontraban al entrar el difunto Luis Medicci. Uno de ellos sacó de su bolsillo una placa de policía y se quedó observándola. Su ojo izquierdo dejó caer una lágrima, pero su boca sonreía, sonreía con una sonrisa eterna.
       - Juan Ignacio Medicci, es su turno.